Lanzarote bajo la mirada de José Saramago: «El viaje no acaba nunca»
Permítannos proponerles una visita literaria a Lanzarote a través de la mirada juvenil de Rafael Arozarena, del asombro de la exploradora Olivia Stone, de la admiración de la poeta Gabriela Mistral y del compromiso de José Saramago, que nos eligió tierra suya. Dejemos que estos ilustres guías nos abran los ojos a las mil realidades de un espacio, “que es como si fuese el principio y el fin del mundo”, dijo el premio nobel de literatura.
En camello por Lanzarote
Lanzarote es acogedora. Así lo expresó la irlandesa Olivia Stone en 1884, cuando llegó a una Isla marcada por la actividad volcánica y la escasez. “Qué amable es Lanzarote. No existe ninguna entre las siete islas por la que sienta más cariño”, escribió en sus diarios de viaje la peculiar exploradora que viajaba con sus libretas, pinceles y cámara de fotos para registrar documentalmente sus pasos. Puede decirse, en este sentido, que fue una pionera del tipo de visitante que llega a la Isla, con más interés en fundirse en nuestro estilo de vida que otra cosa.
Stone escribió completísimas guías de viaje, en las que la Isla cuenta con un capítulo propio. Su mirada resulta aquí asombrosamente moderna, e “inaugura un nuevo discurso poético sobre el paisaje canario, donde los valores estéticos ligados al volcanismo agreste y a los campos secos cobran protagonismo. (…) El paraíso no necesariamente debía ser un sitio verde”, indica José Betancort en el prólogo del libro En camello por Lanzarote (editorial Itineraria).
Lo que impresionó a Olivia Stone fue, principalmente, el paisaje resultante de las erupciones volcánicas ocurridas, la primera, entre 1730 y 1736, siendo esta la de mayor duración de las que hay constancia en el planeta Tierra, y la segunda en 1824. Dos siglos después, nos sigue emocionado la sobrecogedora visión de los cráteres, las coladas de lava y los paisajes lunares.
La isla del nobel Saramago
“Todo puede ser contado de otra manera”, dijo el premio nobel de literatura José Saramago, después de admitir que residir en la Isla había modificado su forma de escribir. Entre las muchas huellas de Lanzarote en sus libros, está nada menos que la invidencia que sufren los personajes de Ensayo sobre la ceguera, una idea que introdujo el escritor tras una visita junto a unos amigos al Mirador del Río. Un mar de nubes impidió al grupo ver La Graciosa desde el Risco de Famara, al igual que un “mar de leche” impide ver al protagonista de la obra: “Es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche” (Ensayo sobre la ceguera, 1995).
La conexión de Saramago con Lanzarote se produjo en el mismo momento en que la pisó por primera vez. El matrimonio que formaba con Pilar de Río tardó muy poco en instalarse en el pueblo de Tías, donde se encuentra A Casa Museo Saramago, la residencia personal del escritor desde 1993 hasta su fallecimiento en 2010. Resulta fascinante imbuirse de la armónica existencia de un hombre que encontró aquí su lugar para escribir, un lugar que, incluso, influyó en su estilo y sus temas haciéndolos “más universales y alegóricos”, indica el catedrático portugués Carlos Reis.
Saramago trataba temas humanos y existencialistas en sus novelas, pero también escribía sus reflexiones personales sobre lo que le transmitía la Isla. Su familia lanzaroteña le había regalado una libreta para que realizara este ejercicio y él, generosamente, convirtió aquella propuesta en Cuadernos de Lanzarote, publicados en varias ediciones.
Los Cuadernos suponen una oportunidad única de redescubrir Lanzarote en los ojos del nobel de literatura, desde sus rincones más icónicos y visitados, como los Jameos del Agua, donde vio “cómo un chorro de luz bajaba de un agujero en el techo de la caverna y atravesaba el agua límpida, iluminando el fondo, siete metros más abajo, hasta el punto de parecer que podíamos alcanzarlo con las manos”, hasta la inspiradora metafísica del paisaje. Por ejemplo, desde Lanzarote, el escritor veía su vida como “un inmenso espacio en blanco” y el tiempo en la Isla como “un camino que por él va discurriendo lentamente”.
El creador de fascinantes parábolas contemporáneas sobre el ser humano se nutría de la atmósfera “de otro mundo” que percibía en Lanzarote: «Tiene una belleza de otro tipo, una belleza áspera, dura… Aquellos basaltos, aquellos barrancos… A veces, he pensado que, si yo hubiera buscado un paisaje que se correspondiese con una necesidad interior mía, creo que ese paisaje sería Lanzarote«.
Poco más puede añadirse. Les invitamos a ponerse las icónicas gafas de Saramago y ver lo que solo él supo describir con palabras.
Los atardeceres irreales de Arozarena
La novela de Rafael Arozarena que llevó a Femés (Yaiza) y al personaje de Mararía a convertirse en un fenómeno editorial y una película ganadora del Goya de Fotografía de 1998 nació de una anécdota juvenil de su autor, como él mismo ha contado: “Venía yo de una isla contraria, lírica y jolgoriosa [Tenerife], pero mi sorpresa o mejor decir susto poético lo recibí aquí en Femés, donde aprendí la gran lección de la belleza contenida en un paisaje escaso, sencillo y profundo”.
El “susto” al que se refiere no es otro que la aparición de una figura femenina recortada en el horizonte del llano de Los Ajaches, y que describe como “el atardecer cuando el sol nos mira de sesgo y se producen las dos luces, la real y la mágica”. La mujer, ataviada a la usanza de las campesinas lanzaroteñas para evitar el sol punzante, causó tal conmoción en el entonces veinteañero Arozarena que, según dijo, aquello fue “el primer milagro” que presenció en Femés.
La tierra “desnuda y brutal” de Gabriela Mistral
Una visita de Gabriela Mistral fue suficiente para que la poeta chilena aludiera en su poemario Tala a la belleza volcánica de la Isla: “Amo la tierra desnuda y brutal”, dijo, definiendo así el raro equilibrio entre el viento, la tierra y el fuego de una naturaleza sin artificios.
Seguro que este verso perfecto de Mistral ha animado nuestra vena creativa. Tomemos, si es así, nuestra mochila, lápiz y papel. Dejémonos imbuir por el sobrecogedor silencio de los parajes, roto apenas por la brisa. Hagámonos, en fin, habituales de plazas, teleclubes y calles, donde sigue intacta la idiosincrasia sencilla, pero grandiosa, de quien sabe que habita un lugar extraordinario.