Lanzarote: la isla de José Saramago, principio y fin de todas las cosas
“Me quitarán lo que quieran, pero nadie me podrá quitar el aire de Lanzarote”, dijo una vez a su editor Juan Cruz. La isla de los volcanes transformó la escritura del Nobel Portugués y él sembró este territorio de sensibilidad y cuestionamientos filosóficos.
Dicen que esta isla es un sitio redentor: un espejo donde mirar detenidamente el reflejo de lo que somos.
Quizás por eso, todas las esencias de Lanzarote viven en las páginas que el Premio Nobel portugués escribió en A Casa (Tías), su residencia desde que se mudó a la isla en 1993.
Saramago cuenta las razones de su traslado en su autobiografía: “En consecuencia a la censura ejercida por el Gobierno portugués sobre la novela El Evangelio según Jesucristo, vetando su presentación al Premio Literario Europeo con el pretexto de que el libro era ofensivo para los católicos, cambiamos, mi mujer y yo, en febrero de 1993, nuestra residencia a la isla de Lanzarote”.
Un refugio en el pueblo de Tías
Cuando José Saramago y su compañera, la periodista Pilar del Río, vieron por primera vez el terreno donde construyeron su hogar, era “un erial” con infinitas posibilidades y unas hermosas vistas al mar.
Con tiempo y ganas, el escritor fue plantando árboles “dejándose llevar por sus emociones”: palmeras y pinos canarios, dos membrilleros como homenaje al cineasta Víctor Erice y al pintor Antonio López, un olmo para celebrar la existencia de su sobrino Olmo y varios olivos, uno de ellos traído desde Portugal.
La biblioteca sigue siendo el alma de A Casa, la Casa Museo José Samarago, porque “no nació para guardar libros sino para acoger personas”: amigas, amigos, familia, gente como Eduardo Galeano, Susan Sontag o José Luis Sampedro.
El escritor portugués organizó su librería con criterios bien personales: los volúmenes se ordenan según los países de procedencia de sus autores y por temas (historia, política). La excepción son los títulos escritos por mujeres, que permanecen juntos por orden alfabético.
Subida a Montaña Blanca y Montaña Tesa
Tenía 70 años cuando ascendió los 600 empinados metros de altura de Montaña Blanca, un cono que veía todos los días desde los ventanales de casa, a poco más de dos kilómetros de donde escribía.
En su blog dejó escrito esto en julio de 2009:
“Si tuviese las piernas de entonces dejaría ahora mismo este escrito en el punto en que está para subir otra vez y contemplar la isla, toda ella, desde el volcán La Corona, en el norte, hasta las planicies del Rubicón, en el sur, el valle de La Geria, Timanfaya, el ondular de las innumerables colinas que el fuego dejó huérfanas. El viento me batía en la cara, me secaba el sudor del cuerpo, me hacía sentirme feliz”.
Nunca tuvo intención de subir Montaña Tesa, pero cuando llegó a sus pies no se resistió. “Desde el principio del mundo se sabe que los montes existen para ser subidos y éste, allí, esperando hace tanto tiempo, hasta había dejado que la erosión lo cavase en escalones y hendiduras, en salientes, todo para ayudarme en la ascensión. Me parecía mal volverle las espaldas, por eso subí”, escribió en su diario.
Encontró en el paisaje de Lanzarote, “en la agitación furiosa del aire”, un placer profundo, un estado de euforia, una cierta ubicación.
El Volcán del Cuervo, “una lección de filosofía”
Una de las fotos más hermosas de José Saramago y Pilar del Río la hizo el fotoreportero Sebastião Salgado en el interior del cráter del Volcán del Cuervo: la pareja se agarra de la mano y avanza junta, enfrentándose al ímpetu de los vientos alisios.
“Dentro del cráter roto de El Cuervo, sin darnos demasiada cuenta, muchas cosas se tornan insignificantes. Un volcán apagado, silencioso, es una lección de filosofía», escribió en sus Cuadernos de Lanzarote.
También João Francisco Vilhena retrató a Saramago en sus habituales paseos por los parajes volcánicos de la isla y que tanto influyeron en su estilo literario. El escritor utilizaba una hermosa metáfora para explicarlo: antes de Lanzarote, le interesaban las esculturas, después de Lanzarote le empezó a importar más la piedra de la que estaban hechas esas esculturas.
El centenario del escritor que necesitó una isla
El pasado 16 de noviembre, niñas y niños de nueve y diez años, en colegios de Canarias, Portugal y Brasil, leyeron simultáneamente La flor más grande del mundo, un cuento alegórico sobre la grandeza que tienen algunos pequeños actos y la necesidad que tenemos de comprometernos con el cuidado de quien nos cuida.
Así comenzó la celebración del centenario de José Saramago que se prolongará hasta el 16 de noviembre de 2022 en distintas partes del mundo, con especial intensidad en Lanzarote, tierra que no siendo su tierra, fue tierra suya.
Atardeceres en El Golfo. Sobremesas en el muro de la avenida de Playa Honda. Paseos por Punta Mujeres. Todos los colores, los vacíos y las texturas de la isla forjaron un estado mental, una mirada, una escritura nueva en el escritor de Azinhaga.
No hay mejor forma de comprobarlo que sentándose a leer los libros que escribió Saramago en su etapa lanzaroteña («Ensayo sobre la ceguera» y todos los que vinieron después) en cualquier punto de la isla donde se vea mar y volcán.
Lanzarote apareció en la vida del Nobel portugués cuando más la necesitaba. Encontró aquí “tranquilidad para vivir y para escribir”.
Así describió la isla: “Es como si fuese el principio y el fin del mundo”. Así la sentimos también aquí.